Hoy
paseando por el centro sevillano me he desilusionado. Quizás nadie compartiese
en ese momento y lugar mi motivo. Mientras caminaba, sólo veía luces, bolsas,
gente corriendo porque cerraban esa tienda determinada… Lo que me desilusionaba
no era que se estaba celebrando una fiesta pagana, pues triste pero lógicamente,
el pueblo se entregaría a sus pasiones. Sino que todo eso lo hacían en nombre
de Dios. Por ello, llegué a una funesta conclusión: la sociedad ha paganizado
la Navidad.
¡Qué
diferencia hay entre nuestras calles estos días y aquella cueva en la que Dios
quiso nacer! En el portal de Belén, Cristo no nos enseña que las figuritas hay
que cuidarlas para no romperlas, o que el musgo hay que regarlo, o que queda
más elegante una fuente con peces que sin peces. Cristo nos vino a enseñar en
el portal que para salvarse hay que ser pobre, es decir, despegado de los
bienes terrenos. Por eso me parece una blasfemia que siendo esa la Voluntad de
Dios, nosotros nos dediquemos a pasiones tales como la avaricia o la gula.
Y
con este artículo no me dirijo especialmente a los no creyentes, a los cuales
Dios un día los tocará con su gracia y les dará a elegir seguirle, sino a los
que se dicen católicos y se tiran de los pelos porque no han llegado a tiempo
para comprar las zapatillas que querían. Porque esa actitud se llama
hipocresía, y si algo nos enseña el Evangelio es que los dos pecados que el
Señor corregía con más dureza eran la soberbia y la hipocresía: ¡Ay de vosotros, maestros de la ley y
fariseos, hipócritas!, que cerráis la puerta del Reino de los Cielos
para que otros no entren. Y ni vosotros mismos entráis, ni dejáis entrar a los
que quieren hacerlo (1).
Si
hemos caído en la cuenta de que nos hemos dejado llevar por la pendiente
mundana, estamos a tiempo de rectificar, la virtud que necesitamos es la
templanza. ¿Quiere decir eso que no voy a poder comer en Navidad? No, quiere
decir que en vez de tomarte dos platos de queso te tomes uno, que en vez de
beberte una botella de vino te preocupes por si el de al lado lo ha probado. La
santidad no está en cosas aparatosas, vistosas y extraordinarias, sino en lo
cotidiano hecho por amor a Dios. Si obramos así, conseguiremos quitar de
nuestros corazones todos esos trastos que nos sobran y nos pesan, y lo
dejaremos sencillo y recogido (al igual que el “palacio” que Dios ha elegido
para venir a la Tierra).
(1). Mt XXIII, 13
Cualquiera