El
hombre discurre y, por lo tanto, inventa, combina, transforma, es
decir, progresa, y transmite a los demás las conquistas de su
progreso. El primer invento ha sido el primer progreso; y el primer
progreso, al transmitirse a los demás, ha sido la primera tradición
que empezaba. La tradición es el efecto del progreso; pero como le
comunica, es decir, le conserva y le propaga, ella misma es el
progreso social. El progreso individual no llega a ser social si la
tradición no le recoge en sus brazos. Es la antorcha que se apaga
tristemente al alcanzar el primer resplandor si la tradición no la
recoge u la levanta para que pase de generación en generación,
renovando en nuevos ambientes el resplandor de su llama.
La
tradición es el progreso hereditario; y el progreso, si no es
hereditario, no es progreso social. Una generación, si es heredera
de las anteriores, que le transmiten por tradición hereditaria lo
que han recibido, puede recogerla y hacer lo que hacen los buenos
herederos: aumentarla y perfeccionarla, para comunicarla mejorada a
sus sucesores. Puede también malbaratar la herencia o repudiarla. En
este caso, lega la miseria o la ruina: y si ha edificado algo,
destruyendo lo anterior, no tiene derecho a que la generación
siguiente, desheredada del patrimonio deshecho, acepte lo suyo: y lo
probable es que se quede sin los dos. Y es que la Tradición, si
incluye el derecho de los antepasados a la inmortalidad y al respeto
de sus obras, implica también el derecho de las generaciones y de
los siglos posteriores a que no se le destruya la herencia de las
precedentes por una generación intermedia amotinada. La autonomía
selvática de hacer tabla rasa de todo lo anterior y sujetar las
sociedades a una serie de aniquilamientos y creaciones, es un género
de locura que consistiría en afirmar el derecho de la onda sobre el
río y el cauce, cuando la tradición es le derecho del río sobre la
onda que agita sus aguas.
El
anillo vivo de una cadena de siglos, si no está conforme con los que
preceden y quiere que solo estén los que le siguen, puede salir de
la cadena para existir por su cuenta; pero no tiene derecho a
destruirla ni a privar a los posteriores de los anillos
precedentes.
Y
siendo todas las autonomías iguales, las de los siglos precedentes y
las de los posteriores valen más que las de un momento dado de la
Historia, aún suponiendo -lo que no ha sucedido nunca- que una
oligarquía no usurpe el nombre de todos y no haga pasar el capricho
de los menos por la voluntad de los más. Luego por encima de esa
imaginaria autonomía está el deber de subordinarse a la tradición
hasta por el imperio de las mayorías, que rara vez son simultáneas;
pero que, cuando se trata de las instituciones que expresan los
grandes hechos de un pueblo, son siempre sucesivas.
Ved,
señores, cómo la tradición, ridículamente desdeñada por los que
ni siquiera han penetrado su concepto, no sólo es elemento necesario
del progreso, sino una ley social importantísima, la que expresa la
continuidad histórica de un pueblo, aunque no se hayan parado a
pensar sobre ella ciertos sociólogos que, por detenerse demasiado a
admitir la naturaleza animal, no han tenido tiempo de estudiar la
humana en que radica.
Esta
es la causa de que todo hombre, aún sin advertirlo y sin quererlo,
sea tradicionalista, porque empieza por ser ya una tradición
acumulada. Que se despoje, si puede, de lo que ha recibido de sus
ascendientes y verá que lo que queda no es le mismo, sino una
persona mutilada que reclama la tradición como el complemento de su
existencia. El revolucionario más audaz que, en nombre de una teoría
idealista, formada más por la fantasía que por el entendimiento, se
propone derribar el edificio social y pulverizar hasta los sillares
de sus cimientos para levantar otro de nueva planta, si antes de
empezar el derribo se detiene a preguntarse a sí mismo quién es ;
si la pasión no le ciega, oirá una voz que le dice desde los muros
que amenaza y desde el fondo de su alma: Eres una tradición
compendiada que se quiere suicidar; eres el último vástago de una
dinastía de antepasados tan antigua como el linaje humano; ninguna
es más secular que la tuya. Si uno sólo faltara en esa cadena de
miles de años, no existirías; quieres derrocar una estirpe de
tradiciones y eres en parte obra de ellas. Quieres destruir una
tradición en nombre de tu autonomía y empiezas por negar las
autonomías anteriores y por desconocer las siguientes; al inaugurar
tu obra, quieres que continúe una tradición contra las tradiciones
pasadas y contra las tradiciones venideras, proclamando la única
verdad de la tuya. Mirando atrás, eres parricida; mirando adelante,
asesino, y mirándote a ti mismo, un demente que cree destruir a los
demás cuando se mata a sí mismo.
Los
hombres grandes son aquellos que saben conservar, en una sociedad
intangible, la herencia de la tradición; los que no sólo la
conservan , sino que la corrigen; o los que, no satisfechos con
conservarla y corregirla, la perfeccionan y la aumentan. Y el más
tradicionalista no es el que sólo conserva, sino el que, además de
conservar, corrige, el que añade y acrecienta, porque sigue mejor el
ejemplo de los fundadores, no limitándose a mantener el caudal, sino
haciendo lo que ellos hicieron: producir y prolongar con el progreso
sus obras.
Por
eso los hombres más grandes de la historia son los más
tradicionalistas; es decir, los que no dejan tras de sí más que
tradición. Solo el vulgo que no funda no transmite nada propio: y
muchas veces, sin conocerlas siquiera, repudia las herencias de los
demás. En suma,la autonomía individual es la soledad del
aislamiento, rompiendo la trama social de las generaciones e
interrumpiendo bruscamente, si a tanto alcanza su fuerza disolvente,
la continuidad de la vida de un pueblo. La tradición es la familia
agrupada en derredor del mismo hogar, en donde se sustituyen los
hombres y las llamas, que duran más que los hombres.
Juan Vázquez de Mella